martes, 1 de julio de 2008

Father and Daughter

Pareciese ser que la infancia nunca nos abandona, que es la única edad que vuelve y vuelve, sin importarle el recibimiento que le demos.
Siempre regresó a ella o, mejor dicho, nunca la dejó.
Su infancia, su padre.
El amor que le damos a esas cosas que descubrimos cuando pequeños queda perenne para el resto de la existencia.
A través de hojas y de viento, pasto o barro, no importa el material (un perfecto Socrates), su lugar era ese horizonte, quizás esa muerte que repentina llegó y marcó esos arboles, ese sitio. Ese sitió en el que siempre hubo sombra, no sería loco decir que apropiadamente, de la misma manera, puede ser un lugar en su cabeza, o en su cabecita de niña.
Ese sentimiento que la acompaño hasta su propia muerte, nunca la abandono, él fue, partió en esa barquita para no volver el resto de su vida y ella creció sola. Sola en cada etapa, a pesar de gente que la acompañaba, nadie podía ir con ella a ese lugar porque todos pasaban sin saber, desconociendo que fue en ese mismo sitio donde ella aprendió a regresar a casa sin ninguna compañía. Sin abrazos, sola con sus dos ruedas.
Y vivió en ella, como un recuerdo, superado o no, existió persistente y caprichoso, en sus dias felices y en otros no tanto.
Si lo supero o no eso es asunto de ella, pero que la marcó eso es indiscutible, pero la barra la saltó y siguió el camino, su adolescencia, su matrimonio, su fin.
Los primeros años la bicicleta siguió junto a los arboles, después fue desapareciendo, pero ese lugar no, quizás el mar se fue secando, pero el sitió continuaba y los arboles de igual manera.
Una vez ella también bajo, pero para ella no habia mar, era pasto, el pasto de primavera.
Y su juventud volvió, la juventud que da a muchos la comprención, a ella la llevó de regreso y se reencontraron en un eterno abrazo, de perdón, de cariño y compañía



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